Quizás hoy provoquen vergüenza nuestras prisiones. El siglo XIX
se sentía orgulloso de las fortalezas que construía en los límites
de las ciudades y, a veces, en el corazón de éstas. Se complacía
en esa nueva benignidad que reemplazaba los patíbulos. Se maravillaba
de no castigar ya los cuerpos y de saber corregir en adelante las almas.
Aquellos muros, aquellos cerrojos, aquellas celdas figuraban
una verdadera empresa de ortopedia social. Quienes robaban
eran encarcelados, también aquellos que violaban o mataban.
¿De dónde proviene el curioso proyecto de encerrar para corregir,
disciplinar, controlar, que traen consigo los códigos penales de la
época moderna? ¿Es una herencia de las mazmorras medievales?
Más bien, una tecnología novedosa: el desarrollo de un conjunto
de procedimientos de coerción colectiva para dividir en zonas,
medir, encauzar a los individuos y hacerlos a la vez “dóciles
y útiles”. Vigilancia, ejercicios, maniobras, puntajes, rangos y lugares,
clasificaciones, exámenes, registros: una manera de someter
los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de manipular
sus fuerzas, que fue desplegándose en los hospitales, en el ejército,
las escuelas y los talleres: la disciplina.
El siglo XIX inventó, sin duda, las libertades, pero les dio un
subsuelo profundo y sólido: la sociedad disciplinaria,
de la que aún dependemos